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Ensayo sobre la poética de una ciudad más humana

  • Foto del escritor: Fanzine Ubicuo
    Fanzine Ubicuo
  • 17 feb 2021
  • 4 Min. de lectura

Ricardo López Epelstein

Instagram: ricardo.loer



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Existe un capítulo en la vida de Nietzsche que narra uno de sus días más pasmosos en la ciudad de Turín. Un jinete en una carroza aporrea incesantemente al caballo que tira de ella, el animal se niega a seguir avanzando, prefiere seguir siendo golpeado a forzarse a continuar su camino, entre más se manifiesta la necedad del caballo la barbaridad del jinete incrementa. Acto seguido, el filósofo, herido en lo más profundo de su alma, irrumpe la escena gritando y se echa al cuello del mamífero a llorar. Algunos narradores del hecho dicen que le susurraba al caballo, como pidiéndole disculpas al animal, por una humanidad tan artificial que ha perdido el contacto con lo natural. Para Nietzsche, ese episodio fue fundamental en el desarrollo de su pensamiento que elabora sobre la pérdida de la razón humana. Menciona una ruptura entre la persona y la humanidad. Otras historiografías señalan que el filósofo, posterior a este suceso, quedaría hondamente perturbado, del caballo no se sabe lo que sucedió después.


Fundamentalmente, creo que esta historia sobre Nietzsche funciona como hermosa parábola para hablar de las negativas consecuencias de los preceptos de modernidad del siglo en el que vivió, la casi absoluta desconexión de la vida humana con la naturaleza. Incrustados en ambientes casi totalmente artificiales nuestros modos de vida se han alejado cada vez más y más de esa vida primigenia de la que fuimos hace tiempo arrancados. Para el filósofo, esa perfidia sociedad amante de las urbes y la industria, azotaba sin escrúpulos un animal que históricamente había sido nuestro más loable compañero. El legado de esta óptica humana no ha hecho más que incrementar a lo largo del siglo XX hasta la actualidad, vivimos en ciudades que han puesto en primer orden de jerarquía el capital, la inmediatez, la eficiencia y el rendimiento; muy por debajo, en ese orden han quedado las cosas que realmente le conciernen al espíritu humano. Las ciudades que habitamos son regidas por las conveniencias de entes económicos, rara vez veremos articulada una ciudad desde el mero interés de hacerla bellamente más humana. Así, vemos que de forma contraria y obtusa, negando las razones de la naturaleza; nos apiñamos en espacios sumamente reducidos, transitamos por calles rectas como lanzas y pisamos exclusivamente asfaltos. ¿Por qué se llegó a la deformada razón de construir nuestros hábitats de forma tan ajena a las propias formas de los ambientes naturales en los que anteriormente vivíamos? ¿Por qué recorremos caminos rectos cuando antes transitábamos parajes enredados y hervideros de asombro, mismo caso que ahora pisamos desoladores caminos de concreto cuando antes pisábamos tierra, hojarasca y hierba? Tal vez, la respuesta sencilla pero pertinente es vislumbrar como, en realidad, esos hábitats artificiales están diseñados más en función de servir carrozas, automóviles y aviones que movilizan la logística de la inmensa maquinaría económica, así como de maximizar la eficiencia en movilidad del capital humano, es decir: que las personas vivan cerca de sus lugares de trabajo, que puedan moverse para servir a ellos con celeridad y generar conexiones y relaciones que favorezcan esa misma productividad y rendimiento de las instituciones e industrias que oscilan alrededor de esta mencionada sociedad econocéntrica. Bastaría imaginar lo diferente que serían estos hábitats auto generados, los espacios artificiales en los que habita la humanidad, si fueran en realidad, en función del más puro espíritu humanista. Siendo escuetos y un tanto burdos, pero no por ello sin dejar de cumplir la intención de expresar esta idea; puedo imaginar calles con suelos de diversas texturas, caminos por los que uno descubre, se asombra y disfruta con sus pasos, hogares que vuelcan su existencia hacía un paisaje, un árbol o cualquier sensibilidad personal. Hábitats que empujen a uno a buscar su desarrollo más íntimo y humano, no su reconocimiento e instalación en la maquinaria de la carrera económica. Pues no nos tratamos de baterías desechables predestinadas a verternos en beneficio de instituciones, aquello sería negar que el eje central de las cosas son las personas mismas, sería confirmar que antepuestos a la humanidad están el capital y el musculo que posee cada sociedad.


Entrando al tema que concierne a este texto ¿Qué considero como una ciudad que nos conceda el derecho de identificarnos y reconocernos como humanos? Primordialmente, basado en lo desarrollado en el cuerpo del texto: que aquellos lugares que habitamos estén compuestos y articulados poniendo en absoluta prioridad sentirnos más y más humanos. Definir que son esas cosas ha sido objeto de estudios inmensamente más amplios que este escrito, pero con un poco de desenfado creo que nos acercamos a una verdad bien conocida al decir que el contacto íntimo con la tierra y la naturaleza, una salud estable, el sustento de las necesidades humanas básicas, la capacidad de relacionarnos con nuestros congéneres sin estructuras ajenas a lo humano que segregan y separan, y con esto una sociedad que permita relacionarnos con la más cándida humanidad de reconocer a otra persona, animal o planta por nuestra más innata e inocente curiosidad. Una ciudad que enaltezca las cosas que nos hacen sentir vivos y apasionados, no un hábitat que ajeno a eso tan solo nos empuje a ser más eficientes, rápidos y rendidores. Una ciudad donde los edificios no respondan únicamente al más absoluto pragmatismo de eficientar costos para rascar lo más posible utilidades, así, un edificio que sea exquisito en sus dotes y diálogos hacía sus recorridos, la forma en que se explora y vive, pues la sensibilidad humana solamente crece bajo la riqueza de la experiencia humana. Una ciudad donde sus calles no sean solamente herramienta de transporte eficaz, sino que puedan ser medios de desarrollo y de descubrimiento, pensemos en ese pueblo o ciudad mágica en la que hemos caminado de forma orgánica disfrutando de cada rincón extraño que en su desorden se genera.


Pienso en un verso de Wislawa Szymbroska, una poeta anhelante a la vez que delirante y soñadora, en el que me gustaría habitar: «Prefiero el infierno del caos al infierno del orden».


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